
La cuarta edición de Coming Up!, organizada por SIE, Spain is Excellence, consolida a España como referente mundial del turismo
Había una vez, en los fríos campos y pueblos de Cataluña, una tradición que hacía que la Navidad fuera aún más especial: el Tió de Nadal, un tronco mágico con cara sonriente. En los días antes de Navidad, las familias lo cuidaban, alimentándolo con dulces y frutas, mientras lo tapaban con una manta. Al llegar la Nochebuena, los niños, llenos de emoción, se reunían para cantar la famosa canción “Caga Tió” y, con bastones en mano, golpeaban suavemente al tronco, pidiendo regalos.
La magia sucedía: el Tió, al que se le había dado tanto cariño, respondía a las expectativas de todos con deliciosos turrones, caramelos y pequeños obsequios. La alegría y las risas llenaban los hogares, y cada golpe al Tió parecía llenar el aire de esperanza y dulzura. A pesar de ser solo un tronco, el Tió de Nadal representaba la generosidad, la unión familiar y el verdadero espíritu navideño: la magia de dar y recibir en los momentos más sencillos.
El Tió no solo era un símbolo de la Navidad, sino de la tradición que trascendía generaciones. Las familias se reunían alrededor del tronco, creando recuerdos y compartiendo risas, mientras el Tió seguía su misteriosa misión: hacer de cada Navidad una celebración llena de sorpresas, magia y amor. Así, año tras año, el Tió de Nadal seguía repartiendo alegría, sin importar lo que pasara, convirtiéndose en un cuento que nunca dejaba de vivirse.
Hace muchos años, en la región de Navarra, un hada bondadosa encontró a un bebé abandonado cerca de un río. Conmovida por su sufrimiento, le prometió que sería alguien especial y lo nombró Olentzero, otorgándole tres grandes dones: fuerza, coraje y generosidad. Lo llevó con una familia humilde que no podía tener hijos, y Olentzero creció aprendiendo el oficio de leñador y carbonero.
En lo profundo de los verdes y fríos montes del País Vasco, Olentzero vivía una vida solitaria, pero siempre dispuesto a ayudar a los demás. Su gran corazón lo hacía querido por todos, aunque rara vez se le veía. En los días más fríos del invierno, cuando la nieve cubría el paisaje, él se encargaba de repartir leña y carbón entre los más necesitados, asegurándose de que nadie pasara frío. Una noche, mientras el viento aullaba entre los árboles y la nieve caía con fuerza, Olentzero vio una estrella resplandeciente en el cielo, señalando el nacimiento de un niño que cambiaría el mundo. Emocionado, decidió bajar al pueblo para llevar alegría a los niños y compartir el espíritu navideño.
El 25 de diciembre, Olentzero preparó un saco con dulces, juguetes hechos a mano y carbón, para que los niños del pueblo tuvieran algo con qué alegrarse. Al llegar, los niños lo recibieron con sonrisas, sorprendidos de ver al gran hombre del bosque en una noche tan fría. Con su rostro amable, Olentzero les dio sus regalos y les enseñó una lección sobre generosidad y amor. Desde esa Navidad, Olentzero se convirtió en un símbolo de la Navidad en el País Vasco y Navarra. Cada 25 de diciembre, tallaba juguetes de madera y los dejaba en las casas, dejando un rastro de esperanza y magia. Así, su leyenda perdura, recordando a todos la importancia de dar sin esperar nada a cambio.
Había una vez, en tierras lejanas de Oriente, tres reyes sabios que se conocían por su sabiduría y generosidad. Melchor, Gaspar y Baltasar provenían de diferentes rincones del mundo y, guiados por una estrella brillante, emprendieron un largo viaje hacia un humilde pesebre en Belén. La estrella, que apareció en el cielo, les señaló el camino hacia el niño Jesús, quien había nacido para traer esperanza y luz al mundo.
Durante su travesía, los tres reyes atravesaron desiertos y montañas, llevando con ellos regalos preciosos: oro, incienso y mirra. Cada uno de estos regalos tenía un significado especial: el oro simbolizaba la realeza, el incienso representaba la divinidad y la mirra, un aceite sagrado, era un símbolo de la humanidad y los sacrificios que el niño Jesús estaría destinado a hacer por el mundo.
Cuando finalmente llegaron al pesebre, los tres reyes se postraron ante el niño y su madre, la Virgen María, y le ofrecieron sus regalos. Era un acto de veneración y respeto por el niño, que, aunque era pequeño y humilde, traía consigo una luz que cambiaría el curso de la historia. Desde entonces, cada 6 de enero, los niños esperan con ilusión la llegada de los Reyes Magos, quienes representan la bondad, la sabiduría y la esperanza, trayendo regalos no solo a los niños, sino a todos aquellos que creen en la magia de la Navidad.
En Belén, los pastores se apresuraban a llevar regalos al niño Jesús, pero una pequeña pastorcita no tenía nada que ofrecer. Triste, se acercó a un pozo y, al mirar dentro, vio una brillante estrella en el agua. Decidió llevársela como regalo para el niño Jesús y, con mucho cuidado, la guardó en un cubo. Mientras se dirigía al pesebre, miraba a menudo para asegurarse de que la estrella estuviera a salvo.
Cuando llegó al pesebre y mostró la estrella, se dio cuenta de que ya no estaba, ya que el techo del pesebre no reflejaba la estrella en el agua. La pequeña comenzó a llorar, triste por no poder darle al niño Jesús el regalo que había imaginado. Sin embargo, algo milagroso ocurrió: de sus lágrimas comenzaron a brotar estrellas, una de las cuales se elevó al cielo con un brillo tan fuerte que iluminó el lugar, anunciando el nacimiento de Jesús.
El niño Jesús sonrió al ver el gesto de la niña, y la estrella que subió al cielo se convirtió en símbolo de la luz que guía a los creyentes hacia el amor y la esperanza. Desde entonces, todas las navidades colocamos una estrella sobre el pesebre, en recuerdo del regalo más hermoso: el amor puro y sincero de la pastorcita.
En las montañas de Galicia, cada Navidad, el Apalpador, un hombre grande y afable con barba roja y boina, bajaba a las aldeas para asegurarse de que los niños estuvieran bien alimentados. Con su saco lleno de castañas, recorría las casas, tocando las barriguitas de los pequeños para ver si habían comido suficiente durante el año. Si encontraba que estaban bien alimentados, les dejaba una recompensa: algunas castañas o, con el paso del tiempo, juguetes, ropa o dulces, como símbolo de generosidad y abundancia.
Pero no todos los niños comprendían la importancia de comer bien y ser obedientes. Miguel, un niño travieso y con poco apetito, solía rechazar la comida, provocando la desesperación de sus padres. Un día, sus padres le advirtieron que, si no comía bien, el Apalpador no le dejaría regalos. Sin embargo, Miguel, decidido a evitar el castigo, comió todo lo que pudo en un solo atracón antes de la Nochebuena, con la esperanza de engañar al buen hombre. Pero su plan no salió como esperaba.
Esa noche, cuando el Apalpador llegó, Miguel intentó dormir profundamente para evitar que le tocara la barriga, pero el Apalpador no fue engañado. Con una mirada sabia, tocó la tripita de Miguel, aliviando su indigestión, pero le dijo que no merecía regalos, ya que no había escuchado los consejos de sus padres. Al despertar, Miguel encontró carbón en lugar de juguetes, comprendiendo que la verdadera recompensa venía de su esfuerzo por ser obediente y comer bien. Desde entonces, entendió que el Apalpador no solo traía regalos, sino también valiosas lecciones sobre la bondad y la responsabilidad.
En una fría noche de invierno, las montañas de Cantabria se cubrían con una capa de nieve brillante. En los rincones más oscuros de sus bosques, unas pequeñas hadas conocidas como las Anjanas despertaban de su largo descanso. Con coronas de flores y vestidos de seda, salían sigilosamente para cumplir su misión especial: ayudar a los más necesitados. Estas hadas, que vivían en armonía con la naturaleza, eran conocidas por su generosidad, pero también por su poder para castigar a los egoístas y crueles.
Cada cuatro años, la Noche de Reyes cobraba un toque mágico, pues las Anjanas recorrían los pueblos más pobres. Las casas de familias humildes recibían, al amanecer, ropas y juguetes dejados con amor por estas criaturas de luz. Las Anjanas solo aparecían en los hogares donde había niños necesitados, aquellos cuya vida se veía marcada por las dificultades económicas. En la oscuridad, dejaban un pequeño regalo, sin ser vistas, como un acto de esperanza en tiempos difíciles.
Era una tradición muy esperada, pues no solo representaba el milagro de la Navidad, sino también el simbolismo de la bondad que vivía en la naturaleza misma. Las Anjanas, en su generosidad, se aseguraban de que incluso los más pequeños, a pesar de la pobreza, pudieran sentir la magia de la Navidad. Mientras los niños dormían tranquilos, soñando con un futuro lleno de esperanza, las Anjanas regresaban al bosque, dejando atrás una estela de bondad y el recuerdo de un acto de solidaridad que se transmitía de generación en generación.
Hace muchos años, en una pequeña ciudad de Nazaret, Dios envió al arcángel Gabriel con un mensaje especial para una joven llamada María. “Vas a tener un hijo”, le dijo Gabriel, “y su nombre será Jesús. Él será el Hijo del Altísimo y reinará por siempre”. María, sorprendida, le preguntó cómo podría ser eso, ya que ella era virgen. Gabriel le explicó que el niño sería concebido por el Espíritu Santo, el hijo de Dios mismo. Aunque sorprendida, María aceptó con humildad su misión divina.
María, que estaba prometida con José, un humilde carpintero, compartió con él lo sucedido. José, al principio desconfiado, vio en sueños un mensaje del ángel que le confirmaba la verdad. Desde entonces, decidió apoyar a María en todo momento. El 24 de diciembre, según el mandato del emperador César Augusto, María y José emprendieron un largo viaje hacia Belén, pues todos debían ser censados. José caminaba junto a María, quien, a punto de dar a luz, iba montada en un burro. Al llegar, encontraron que no había lugar en las posadas, pero un buen hombre les ofreció su humilde establo, donde se refugiaron.
Esa noche, en la oscuridad del establo, nació el Niño Jesús, quien fue colocado en un pesebre. En el cielo, una estrella brillaba más intensamente que nunca, señalando el nacimiento del Rey. Muy lejos, en Oriente, tres sabios astrónomos vieron la estrella y supieron que un nuevo rey había nacido. Melchor, Gaspar y Baltasar siguieron la estrella hasta Belén, donde ofrecieron al niño oro, incienso y mirra. Mientras tanto, el rey Herodes, temeroso de la noticia, ordenó la matanza de los inocentes. María y José huyeron a Egipto, y regresaron después de la muerte de Herodes, estableciéndose en Nazaret. Así, el Niño Jesús creció y vivió allí, mientras la tradición de regalar y celebrar su nacimiento continuaba con la llegada de los Reyes Magos cada 5 de enero.

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